miércoles, 6 de julio de 2011

EL FILÓSOFO TOMÁS ABRAHAM ESCRIBE SOBRE LOS DERECHOS HUMANOS Y SU IMPRESCINDIBLE UNIVERSALIDAD

BANDERA DE LUCHA

Los derechos humanos

Por Tomás Abraham
DIARIO PERFIL 02/07/11 - 11:51
Debatir sobre la justicia es una tarea interminable. No hay profeta ni juriconsulto que tenga la última palabra. Unos dirán que la  justicia tiene que ver con el poder. Otros sostienen que se basa en una verdad universal. En todo caso, el problema acerca de la justicia tiene que ver con la ley. Es decir con las fuentes de legitimidad del uso de la fuerza. El orden social y político, aun en nombre de una verdad debe imponerse. Para hacerlo necesita de un relato. No hay poder sin simbología, ni obediencia sin un sistema de creencias. El poder intimida pero al mismo tiempo debe seducir. Para trazar una línea definitiva que evite la arbitrariedad de la codicia humana los filósofos de la modernidad inventaron el derecho natural. De acuerdo con sus tesis hay una instancia trascendente a las convenciones y al ámbito del derecho positivo. Por eso se llama “natural”, porque se funda en la naturaleza humana. No es un derecho divino sino otro que resulta de un proceso de secularización que pretendía evitar las masacres interminables por cuestiones de fe. Había que buscar un nuevo absoluto. La filosofía liberal elaboró con este fin la idea de individuo. No se trata de un átomo sino de un ser que es propietario de su propio cuerpo. Tiene derecho a la inviolabilidad de su cuerpo. No puede ser torturado, enajenado, esclavizado, por un poder superior, es decir por el Estado. Los derechos humanos derivan de esta idea de defensa del individuo ante la arbitrariedad del Estado Absoluto. El habeas corpus también evoca a esta intangibilidad del cuerpo y a la necesidad del control de la violencia estatal sobre las personas. Pero los derechos humanos trasvasaron los límites de la protección del cuerpo como núcleo de la individualidad, para garantizar la libertad de palabra. La predica a favor de la tolerancia por parte de los filósofos ingleses del siglo XVII se vio reforzada en nuestra época a partir de las luchas de liberación de los disidentes ante la opresión soviética en Rusia y Europa Oriental. Sus antecedentes más cercanos se remontan a la época del caso Dreyfus, en la que la primera organización de derechos humanos nace en el contexto de la persecución religiosa. En nuestro país el tema de los derechos humanos pasa de ser bandera de la lucha contra el terrorismo de Estado durante la dictadura del Proceso a ser una preocupación teórica en el gobierno de Raúl Alfonsín. Abogados y filósofos de la universidad nacional consideraron que la política de derechos humanos debía ser la base doctrinaria del gobierno radical. Emplearon los recursos de la filosofía analítica para aplicar el rigorismo conceptual al ámbito de la moral. Los derechos humanos se convertían así en un objeto teórico de una ética racional. Los académicos se basaban en la esperanza ilustrada de que la “razón” una vez transmitida es inexpugnable. Este racionalismo universitario luchaba contra el escepticismo y el dogmatismo en nombre del concepto. La potencia de la argumentación coherente y la definición de los términos de una proposición debían garantizar una doctrina racional que legitimara desde la pericia filosófica un modo de gobernar. Para darle más peso a esta tentativa de pretendidos consejeros a la búsqueda de un mandatario de Siracusa o de un príncipe fiorentino, se creó la Subsecretaría de los Derechos Humanos a cargo del profesor de filosofìa Eduardo Rabossi. Ya en la época se escucharon las críticas a la creación de esta dependencia. Las organizaciones de derechos humanos, se decía, tienen la función de velar para que el Estado no los viole y deben ser independienten de gobiernos y dispositivos estatales. Integrarlos al mismo anulaba su autonomía y tergiversaba su función específica.
Las leyes de Obediencia Debida y Punto Final se dictaron bajo la presión de un sector del Ejército que desobedeció las órdenes del Poder Judicial. A pesar de que la ciudadanía de algunos centros urbanos apoyó al presidente Alfonsín, los grandes poderes de la nación como la CGT, la Iglesia y el poder financiero estuvieron al margen de la crisis institucional. Sectores del peronismo ajeno a la corriente renovadora sentían simpatías hacia la retórica patriótica, nacional y popular del sector carapintada. Durante la gestión de Carlos Menem el ex presidente disolvió la amenaza de golpes de Estado militares que determinó la historia argentina durante más de medio siglo al desbaratar el último intento comandado por Seineldín –protegido por la ideología argentina más redituable: el nacionalismo antiimperialista, en momentos de la visita de Bush padre–, victoria crucial para el futuro de la democracia argentina,  que reforzó con la integración de las cúpulas castrenses a los negocios de su gobierno. El sello final fue el indulto.
Desde el año 2003, la historia de los derechos humanos cambia en la Argentina no sólo por la anulación de las leyes anteriores de amnistía e indulto, que permite la reanudación de los juicios a los militares represores, sino por la incorporación de las principales ramas de las agrupaciones de Madres y Abuelas a la política del Gobierno. Ya no sólo se trataba de una subsecretaría de Estado como en tiempos de Alfonsín, sino de organizaciones de derechos humanos en función de movimientos políticos que apoyaron y apoyan en su integridad las acciones del gobierno kirchnerista. Este activismo progubernamental se hizo notorio en la agrupación liderada por Hebe de Bonafini, que decidió convertirse en un poder político que les disputó el espacio a otras fuerzas provenientes de lo social o de lo más estrictamente político.
Para eso se convirtió además en una potencia económica gerenciada por Sergio Schoklender, que llegó a ser dueño de una de las principales constructoras del país. Esta realidad no sólo suprimió la autonomía de las organizaciones respecto del Estado y de sus ocupantes de turno, sino que las indujo a justificar todas las acciones del poder, aun las más sospechadas de corrupción y avasallamiento institucional por vastos sectores de la ciudadanía.
La noticia que hoy todos parecen buscar no debería ser la Ferrari de Schoklender, ni sus casas en un country, ya que provienen de sus ganancias empresariales perfectamente conocidas por el Gobierno y la agrupación de la que era apoderado. El hecho de que fuera la misma persona la que hiciera el pedido de viviendas y quien las construyera por centenas de millones de pesos con adjudicación directa cuando es costumbre exigir licitaciones hasta para proveedores de pirulines, es una prueba de una impunidad bien protegida.
Desde que Néstor Kirchner inauguró el Museo de la Memoria en el año 2004, comenzó el proceso de olvido y manipulación de la historia y la neutralización del rol crucial de las organizaciones de derechos humanos como instancia de contrapoder y de salvaguarda de las garantías del presente y del futuro de los argentinos, no sólo del pasado. Hoy funcionan como oficinas de propaganda del Gobierno. Muchas otras madres y padres del dolor hubo y hay en la Argentina, que han perdido hijos secuestrados, matados, y que actúan fuera del poder y, a veces, frente a su indiferencia. Hasta se ha llegado a hablar de derechos humanos de izquierda y otros de derecha. No se trata de aprovecharse de una situación como la generada por el caso Schoklender para desmerecer la acción de todas las organizaciones de derechos humanos o para volver atrás en los juicios de crímenes de lesa humanidad, sino de volver a las fuentes, al rol histórico de los derechos humanos como contrapoder de la maquinaria estatal.     

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