miércoles, 8 de mayo de 2013

Intento de hacer uso del servicio de salud público de la ciudad de Buenos Aires

Culturalmente pertenezco a la clase media ilustrada. Pero económicamente, contando por mes con no más de $1000, con suerte $1200; soy pobre.
Tengo el cuerpo en un estado lamentable, usando una metáfora simplona, el cuerpo me pide a gritos que lo trate mejor, que le de bola... Como mente y cuerpo es lo mismo, la que suplica por sentirse mejor soy yo misma, es decir: soy altamente consciente de que no estoy funcionando bien.
Sin obra social, mucho menos prepaga, pedí hora entonces al servicio público de salud a través de un teléfono que se supone -eso reza la página del gobierno sobre el tema- resuelve el problema de las enormes aglomeraciones de enfermos en las salas de los hospitales públicos. Me dieron un turno, pedí para ginecología, el primero en lista... Hospital Rivadavia...
El día indicado, me presenté media hora antes solo porque si no me levantaba con antelación y me iba de inmediato de casa, no llegaría. Jamás se me ocurrió pensar que me encontraría con la aglomeración de enfermos blablabla... Una masa de personas de condición muy humilde y de todas las edades se agolpaba en la sala, fría, sucia, vetusta del hospital. Dos personas atendían para dar turnos detrás de ventanillas, una vigiladora privada ordenaba los números, otra jovencita daba esos preciados papelitos de cotillón.
- Yo pedí turno por teléfono -dije con la esperanza tonta de un privilegio más tonto aún.
- Quedate ahí en esa fila -la vigiladora devenida en guía de información.
Pasó un rato, seguía ella ordenando gente, a los gritos, como un capataz. Insistí: tengo turno, a las 8:30, para ginecología... Ahora puedo imaginar qué pensaba la mandamás, puedo imaginar su desdén hacia esa blanquita, ese sapo de otro pozo...
- Te dije que te pongas en esa fila.
- No entiendo para qué.
- Pediste turno por 147?
- Sí... - y entonces pareció conectar. Me lleva hacia otra ventanilla, le dice a la muchacha que come mientras atiende: 147. Primera vez. Y me deja ahí, detrás de una mujer de edad incierta que está pidiendo un turno vaya a saber para qué especialidad, porque apenas se le escucha.
Se trata de interponer una vieja con bastón... Comprendo que allí la ley es la displicencia: estoy antes.
Por fin tengo mi sobre marrón, escrito con mi nombre grande en birome, un número, un cartoncito a modo de carnet (...plastificalo, porque se borra, sabés?, me dice la muchacha comiendo su galleta marinera)
Cuando llego a la puerta de los consultorios, luego de adivinarlos ya que los números están ennegrecidos por la mugre de décadas, me topo con algunas mujeres esperando en el pasillo. Una muy joven, con su niña dormida en brazos, al lado de las puertas: es evidente que no quiere que se le pase la oportunidad de entrar. Yo me siento en la vieja silla, supongo que alguien aparecerá para llamarme.
Alguien... Algo parecido a una enfermera, una señora mayor, hablando de manera aplacadamente incongruente, da órdenes. (Parece que allí los empleados, tengan la jerarquía que tengan, son preparados para ordenar, organizar y no dar señal de conversación empática)
- Esperan acá. Acá en este lado, no ahí: acá
- Pero ella tiene la nena dormida -alego por primera vez. La pseudo enfermera levanta la vista, la mira como si fuera un animalito herido:
- Ah!... Vos estás con la nena dormida... Sentate y que te avisen, mirá que la doctora no sale a llamarlas, tienen que estar atentas como las fui nombrando.
A esas alturas, los pensamientos corrían más rápido de lo que mi capacidad de tomar nota podía soportar: ¿qué hacer, salir huyendo a pesar de necesitar la atención? No había nadie que hablara en porteño básico, seguramente no había nadie nacido en Argentina, salvo los practicantes y médicos. ¿Por qué esto parece una pesadilla, un cuento de terror? ¿Por qué esta gente, toda esta cantidad de gente, soporta esta porquería?
Los médicos no llegaban, ya eran las 9 am.
Una mexicana, la chica de la niña: boliviana, dos señoras de provincia, otra chica -peruana- que intentó todo el tiempo separarse de la situación social en la que indiscutiblemente todos estábamos... Y la vieja empleada con ínfulas que no daba explicaciones. Y cientos de personas en decadencia.
Finalmente llegó una doctora, pero cuando de mala gana llamó a la primera paciente, no era la lista que teníamos -la ordenada-. No aguanté: ey!, la señora con la nena está desde las 6 de la mañana! 
- No me importa, yo tengo las fichas que me dejaron. Ella estará para el otro consultorio.
La disfrazada de enfermera, que no aparecía... La boliviana con la nena, resignada... Yo: furiosa.
Cuando volvió la vieja ya no podía contenerme. Por suerte, logré que inmediatamente después atendieran a la madre abnegada.
Conclusión, nadie más abrió la boca frente a la situación, jamás aparecieron los otros médicos, jamás me llamaron para atenderme: la vieja pseudoenfermera había retirado mi sobre marrón, el resto pasó lentamente al consultorio... Y yo me volví a casa. 11 am.
Era obvio que debía doblegarme ante las reglas. No fui capaz.
Sigo con el cuerpo agotado. El famoso estrés, es decir, la situación de desequilibrio en mi organismo, está avanzando. Pero no volveré al hospital público porque no podría vivir otra situación así. A menos que me lleven en ambulancia.